Cuartos de baño para todo tipo de usuarios

 

Antonio Bustamante. Arquitecto

RETRETES

    El Premio Internacional de Primera Novela fundado por José Janés fue otorgado en 1952 a Los contactos furtivos, obra del escritor Antonio Rabinad. Esta novela no se editó hasta 1956; fue reeditada en 1971 y apareció en una colección de las llamadas «de bolsillo», a precio módico, en 1985. Esta última edición incluye un prólogo de Manuel Vázquez Montalbán en el que se reivindica el valor literario del autor y de la obra y se presenta a ésta como «un cuadro social lleno de historicidad». Según el prologuista, «así eran las clases populares catalanas en los años cincuenta, antes de recibir la descarga eléctrica del consumismo». Es pues, una novela realista que retrata «las clases populares catalanas en los años cincuenta, antes de recibir la descarga eléctrica del consumismo». El lenguaje de los personajes intenta ser el mismo que el de las personas del mundo real a las que pretenden representar y así, el protagonista cuando está furioso con alguien, piensa «¡Ese hijo de puta!», y el autor escribe el iracundo pensamiento de su personaje con todas las letras. Pero cuando el protagonista maldice a algo o a alguien con la clásica fórmula del castellano, el personaje dice «me ensucio en...». La delicadeza de esta fórmula, que evita la malsonancia al expresar la idea de evacuar el vientre, contrasta con la grosería de la otra expresión de ira -más arriba señalada-, que resulta más grosera si se tiene en cuenta que por aquellos años Camilo José Cela era simplemente un autor tremendista que todavía no había divulgado los valores literarios del lenguaje soez. El protagonista podría pensar «¡Ese malnacido!» en vez de lo que escribe Rabinad, pero la persona real a quien representa el personaje no pensaría ese eufemismo sino lo que piensa el personaje de la novela. De la misma manera, «las clases populares catalanas en los años cincuenta, antes de recibir la descarga eléctrica del consumismo» nunca «se ensuciaron» en nada ni en nadie. Y es que la deposición es un quehacer del cuerpo que el espíritu no acepta -probablemente a causa de la pestilencia que tal acto comporta- y por eso el lenguaje que se pretende culto inventa tropos como «exonerar el vientre» o «traer el cuerpo bien gobernado», para referirse a la defecación. Resulta inquietante que se confunda en una sola palabra -escatología- lo que trata de la vida de ultratumba y lo que se refiere a los excrementos. Todas estas ambigüedades del lenguaje ponen de relieve lo mal que llevamos el asunto de descargar el vientre. Pese a lo dicho, en nuestra cultura existen ejemplos de asimilación no traumática de la defecación; el más bonito que recuerdo es el del «caganer», un simpático personaje del pesebre navideño catalán que representa a un pastor en el preciso instante de concluir una abundante deposición. El caganer suele fumar -anacrónicamente- en pipa y parece un pastor satisfecho, un hombre realizado y en paz consigo mismo. La orina tiene una prensa menos mala y en algunas culturas el hacer aguas menores parece un acto trivial del que no hay por qué esconderse, sobre todo si se es varón. En París todavía debe quedar algún urinario público para caballeros, de planta circular, en los que es imposible para el usuario ocultar el gesto de alivio en su faz al descargar la vejiga porque su faz asoma por encima de la pared del urinario y se muestra impúdicamente a los paseantes -damas y niños incluidos-. El descoco urinario masculino francés atraviesa las fronteras y, a poca distancia de la aduana de Lés, pueblo fronterizo del leridano Valle de Arán, existe una famosa tapia junto a la que acostumbran a aparcar los autocares de turistas franceses que pasan su fin de semana en el Valle. El propietario de la tapia escribió sobre ella, lo más claro que pudo: Allez pisser plus loin -vayan a orinar a otra parte-, harto de ver su pared degradada a causa de la fea costumbre de los gabachos. También la micción masculina se practica en algunos puntos de nuestra hispana geografía, con una falta de pudor que da sonrojo al forastero que no conoce las costumbres galas. En efecto, tabernas hay en las que existe un urinario en el mismo local en el que se consumen las bebidas; urinario apenas disimulado en el que los clientes hacen sus aguas sin necesidad de interrumpir la conversación que mantenían. Los compadres que quedan en la barra continúan la charla con el meón y no modifican su actitud a causa de la micción de su contertulio. Las aguas menores se toleran, pues, con más paciencia que las mayores. Pero cualquier tipo de necesidad -mayor o menor- requiere recogimiento y discreción, así como una posibilidad de aseo que permita realizar tales actos dentro de la higiene necesaria para una vida sana. Los retretes deben pues acompañarse de bidés y lavabos instalados en la misma pieza pero, ¿por qué razón han de añadirse al cuarto del retrete artefactos como el plato de ducha o la bañera?

EL BAÑO

El modelo más antiguo de bañera que se conoce es cretense, del año 1800 a.C. Se trata de un tipo de baño primitivo, anterior al baño asociado al gimnasio griego. Más tarde griegos, romanos y árabes prestaron mucha atención al baño, no sólo como ablución o lavatorio, sino también como instrumento de regeneración, de relación social y de fuente de bienestar personal. Las obras más grandiosas de la arquitectura romana son termas, lugares dedicados al cuidado del propio cuerpo. Estos edificios estaban ligados a gimnasios, pistas de carreras, salas de asamblea y de tertulia. Las prácticas diarias de regeneración eran -incluso en la Edad Media- más frecuentes de lo que podemos imaginar al pensar en los pocos medios técnicos de esas épocas pasadas. Los baños góticos y árabes eran instituciones sociales que se perdieron con el Renacimiento. Recordemos la triste gracia de Isabel la Católica aprovechando la menor ocasión para evitar el agua fuera de las comidas. Y, ¿de qué reina cuenta la leyenda que se jactaba de no haberse lavado nunca porque, por razones de nacimiento y matrimonio, no estaba obligada a ello? La desaparición de las buenas costumbres de aseo corporal provocó una desidia en cuanto al desarrollo de la ingeniería sanitaria, a tal extremo que el palacio de Versalles estaba peor dotado de retretes y desagües que los castillos medievales. Los baños rusos -lo más parecido a la sauna sueca actual- son tan antiguos como los citados baños medievales en Europa, y tenían el mismo objetivo regenerador y dispensador de bienestar. En este sentido regenerador hay que recordar algunas piezas magníficas de finales del siglo XIX y principios del XX en las que baño, lavabo y tocador amueblaban una habitación en la que no había retrete. Eran estancias para cuidar el cuerpo, no para hacer de cuerpo. Una sala así precisa menos cerraduras y privacidad que un retrete y puede incorporar en la actualidad cadenas de alta fidelidad y bibliotecas, sillones confortables y plantas de interior. Y es que un buen baño es un agente recuperador de energías que predispone a reemprender la actividad con más eficacia que sin un buen baño.

LA SALA DE BAÑO RACIONALIZADA

Los ciudadanos pudientes de principios de siglo solían, pues, tener un cuarto de baño que era verdaderamente un cuarto, una habitación, en la que se había instalado una bañera, un lavabo y, a veces, un bidé. El retrete estaba aparte y era una pieza con pocos lujos y, en principio, sin agua corriente. Cuando los retretes empezaron a invadir los «cuartos de baño» adoptaron un aspecto de silla para camuflar lo que era su verdadera vocación de ayuda a una defecación higiénica. Quizás sea éste el origen de la postura inconveniente que inducen las tazas de retrete actuales, en las que el usuario se alivia el cuerpo en una posición a medio camino entre el pensador de Rodin y el faraón sedente. Esta postura es inconveniente para la defecación; el citado «caganer» exhibe, en cambio, una excelente postura de acuerdo con la actividad que representa en la estampa navideña. En efecto, en cuclillas el esfínter anal se relaja en mejores condiciones y la musculatura alrededor del recto se contrae con más facilidad que en la postura sedente, ayudando todo ello a una evacuación decidida y sin mayores obstáculos. El retrete actual es heredero de la silla e induce una postura quizás más digna que la del que evacua en cuclillas, pero fisiologicamente menos conveniente. El cuarto de baño de nuestras casas, aquí y ahora, es el producto de la rentabilización de la fabricación y puesta en obra de los elementos que requieren instalación de agua corriente y desagües. Cuando la bañera -a causa de la industrialización- se puso al alcance de muchos bolsillos, se empezó a imponer la idea de agrupar todos los aparatos sanitarios en un mismo cuarto y, con la idea taylorista de la máxima rentabilidad, el cuarto de baño menguó y se multiplicó. Menguó porque se redujo más y más en superficie, y se multiplicó porque cada vez eran más los hogares con «cuarto de baño». En la figura 1 podemos admirar las reducidas dimensiones de un cuarto de baño suficiente y sin desperdicio de espacio. Las mismas funciones podrían comprimirse espacialmente aún más si utilizáramos ingeniosos artefactos que engloban bañera, lavabo, bidé y retrete en un solo objeto, pero aunque estos artefactos están ya en el mercado, no son por ahora, frecuentes. La tendencia del cuarto de baño a menguar es innegable. No llegamos a poner en un mismo local la cocina y el retrete, pero sí tratamos de agrupar todas las dependencias con agua corriente, de manera que la construcción de la vivienda comporte un mínimo de gastos en tuberías y conductos de fluidos. Ese talante ahorrativo nos lleva a juntar en un mismo recinto el baño y el retrete, incluso cuando el ahorro no es tan importante y la reunión de estos dos elementos dispares es un producto de la costumbre aplicada sin reflexión. En algunas viviendas, los tan vilipendiados franceses tienen por costumbre separar baño de retrete incluso en viviendas modestas: una manera de distinguir entre aseo y defecación. Lástima que en el cuarto del retrete no pongan un lavabo. Separando el baño del retrete ayudaríamos a recuperar el antiguo placer del baño-reposo, regeneración, alterne y relajación, enriqueciendo el acto de bañarse que actualmente tiene más de ablución o limpieza física que de desentumecimiento y relajación psíquica. El encogimiento del cuarto de aseo de las viviendas ha sido patrocinado por la arquitectura racionalista -también llamada «moderna»- en su austera búsqueda de los límites de lo mínimo y bajo el lema de «menos es más». La arquitectura posmoderna se ha burlado de este lema con el opuesto «menos es, sencillamente, menos». A estas horas podríamos decir que depende: menos puede ser más cuando hay demasiado y poco cuando lo que hay es lo justo. Y que lo justo y un poquito más es «lo suficiente», que es a lo que debemos tender razonablemente. Si este espacio no ha de ser utilizado por usuarios de silla de ruedas, sus dimensiones permiten usos añadidos a los de la sala de baño -lavar ropa o almacenar objetos compatibles con el aseo- o bien distribuir el espacio de forma más lujosa, separando el baño del retrete y del bidé. Así, podemos decir que si nuestros cuartos de baño tuvieran una superficie doble de la que tienen, su adaptación a la silla de ruedas podría tener un costo nulo y la segregación del retrete, dejando el baño como sala de relajamiento psicofísico, podría tener un costo escaso.

POR UNA ARQUITECTURA CON LAS MÍNIMAS BARRERAS

Lo perogrullesco del razonamiento que acabo de hacer, basado en las tres figuras esquemáticas, resulta dramático cuando se piensa que en las escuelas de Arquitectura se enseña a los alumnos a proyectar edificios para un usuario tipo que pretende representar a todos los tipos de usuario y que en realidad no representa a ancianos, niños, personas de pequeña estatura, minusválidos o extraños al edificio. Jamás se le insinúa al alumno que el baño de la figura 2 pueda ser, en algún caso, más «barato» que el de la figura 1. El Institut d'Architecture de l'Université de Genève me confió un curso de ergonomía en el año académico 95-96, que por primera vez se impartía como una asignatura más en esta institución. Lo curioso es que en otras instituciones similares no se hable de ergonomía y que los arquitectos la practiquen de oído, como aquel señor Jourdain del teatro de Molière que hablaba en prosa sin saberlo. Esto es un síntoma de la poca atención que mi profesión le otorga al usuario. En las escuelas de Arquitectura y de Diseño se enseña a construir objetos de diverso tamaño -desde un bolígrafo hasta una ciudad- cargando toda la suerte en el objeto y olvidando las características de la persona o personas a las que se destina. Las nociones elementales de anatomía que tiene el alumno al iniciar la carrera le son perfectamente inútiles cuando se le propone un ejercicio tan «ergonómico» como el proyecto de un banco público en un parque y nadie le exige que su banco no induzca posturas patógenas. Una consecuencia lamentable de esta falta de atención al usuario la encontramos en diversas «normas» que pretenden asegurar la calidad de objetos que -como en el caso de la silla de oficina inducen posturas en las personas que trabajan que pueden ser insanas si son prolongadas. Las «normas» para que una silla no sea patógena deberían controlar la postura que el asiento provoca en el usuario y no la forma del objeto, y la finalidad de esas «normas» debería ser la de preservar una postura sana en el usuario y no una forma determinada en el objeto. Además de encasillar la creatividad del diseñador, las repetidas «normas» pretenden imponer la geometría del objeto que induzca en todo aquel que lo utilice una postura sana. El análisis no debería centrarse en la silla sino en las posturas que usuarios de diferentes tallas adoptan en la silla en cuestión. Cuando se analice el objeto localizando al usuario se verá que muchas formas distintas pueden dar un resultado satisfactorio sin necesidad de tener una geometría determinada. La ignorancia de las barreras arquitectónicas en la enseñanza de la arquitectura es otra de las insuficiencias que mi profesión tiene que superar. En el suizo cantón de Vaud donde vivo, existe la Asociation Vaudoise pour la Construction Adaptée aux Handicapés. Es una organización cuyo fin es el de conseguir que los espacios elaborados por el hombre sean accesibles a todos los hombres. Sus miembros pretenden que en las escuelas de Arquitectura se hable a los futuros arquitectos e las barreras arquitectónicas. Gracias a su ayuda, espero que mis alumnos del Institut d'Architecture de l'Université de Genéve proyecten el día de mañana unos edificios que precisen pocas «adaptaciones» para ser habitados por todo tipo de usuarios, a pesar de estar proyectados para un usuario tipo.

 

Diciembre 2001