POR UNA EDUCACION EN LA PREVENCION: LLAMEMOS A CAPERUCITA ROJA POR SU NOMBRE DE PILA.

 

 

 

Antonio Bustamante. Arquitecto

 

 

  

 

 

 

Todo cuidado es poco a la hora de contar cuentos a los niños, y, -¿por qué no?-, a los mayores. Ejemplarizando el mal, no puede esperarse que el público se motive para hacer el bien.

 

Un cuento es un cuento y no tiene que ser real como la vida misma, más bien ha de ser ideal, falso como un cuento chino. Todo en él ha de ser ejemplar, correcto, higiénico y, si ha lugar, científicamente comprobable. El mal sólo deberá aparecer para ser severamente castigado por las circunstancias que ese mismo mal haya creado, y se pondrá buen cuidado en evitar totalmente la intervención de justicieros castigadores dedicados a salvar a quien sea, de lo que sea. Este punto se observará a rajatabla para no dar lugar a que los personajes liberadores sean asumidos por personas propensas a salvar al prójimo sin contar con él.

 

Se deberá revisar los cuentos infantiles, uno a uno, expurgándolos de todo contenido que pueda enturbiar la educación del infante. A modo de ejemplo tomemos la vieja historia de Caperucita Roja. Ya el título deja que desear. Ni siquiera los países del Este pueden aceptar con complacencia el color marxistoide del capuchón de la heroína, -criatura estúpida que, no viendo en el lobo a un enemigo de su clase, le da  información que le permitirá a la bestia comerse a la vieja-. Ya el título anuncia, por el color de la capuchita, una narración sangrienta. La caperuza debería ser  blanca, si no fuera por lo mucho que se ensucia lo blanco. Un color realista sería el marrón, un marrón sufrido, que es un tono discreto y nada frívolo. Como una capucha de color marrón no tiene la chispa de una caperucita roja, y el cuento no puede titularse "Capucha Marrón", -que hasta ahí podíamos llegar-, se titulará "Rosarito", evitando apodos y acostumbrando al público a llamar a la gente por su nombre.

 

Censurado el torpe título de este cuento, pasemos a analizar su disparatado argumento.

 

Una niña de corta edad recibe de su madre la orden de transportar algunas golosinas con destino a una anciana enferma, abuela de la niña y residente en una casita sita en un bosque cercano. Un lobo malo sale al encuentro de la cándida niña, se enrolla y le sonsaca que abuelita está sola y enferma en la casita del bosque, según se baja, a la derecha. Al lobo, que es un gourmet, se le hace la boca agua cuando contempla las sonrosadas mejillas de la niña que, -hora es ya de decirlo-, está más bien llenita. La fiera detesta comer al aire libre. Rápidamente traza un plan para comer a cobijo,  y, acto seguido, lo pone en práctica: se despide precipitadamente de la niña y echa a correr por un atajo, gana la casa de la abuelita, devora a su ocupante y con el camisón de la vieja se disfraza de anciana enferma acostándose en el lecho, -todavía tibio-, de la difunta. Podría pensarse que el animal, ahíto, se dispone a echar una siesta, pero ca, no, el muy tragón se relame pensando que hoy, de postre, tiene Caperucita, una torta, un pastel y una jarrita de miel.

 

Llaman a la puerta. Es la niña con las golosinas.

 

"Pasa, hija, pasa…", grita el lobo travestido, con voz de arriero.

 

La niña, completamente en la higuera y sin olerse la tostada pese al aspecto grotesco del lobo disfrazado, lo toma por la abuela y entabla con él un diálogo absurdo, (aquel de "qué boca tan grande tienes… para comerte mejor, etc.").

 

En algunas versiones, se la come. En otras, el bicho glotón recibe una bala en el entrecejo  cuando ya tenía la boca abierta: un tiro que le pega un cazador que andaba por allí, a la buena de Dios. Hay versión que acaba con la intervención de unos leñadores que le rajan la barriga al lobo y sacan a la abuela de los intestinos del cadáver del fiero animal. Aunque nada se nos explica, no cabe duda de que la pobre vieja sale de ese inmundo rincón en un estado nauseabundo, con más mierda encima que el palo de un gallinero.

 

Esta vorágine de crímenes y horror no hubiera comenzado si la abuela enferma hubiera vivido en casa de su hija, y no incomunicada, lejos de sus seres queridos, e indefensa.

 

La madre de la niña:

 

a)  pretendía saldar con unos dulces su responsabilidad como hija, y

 

b) explotaba a la niña, obligándola a arriesgar su vida desplazándose por senderos cuajados de peligros.

 

La madre de la niña, o era muy mala, o era muy tonta. Todo el drama del cuento tiene su origen en la torpeza de esta mujer. Pongamos en su lugar a una señora como Dios manda y la narración quedará así:

 

                                              

 

 

                                                   ROSARITO

 

Érase una vez una niña muy buena y algo llenita que se llamaba Rosarito. Cuando tenía que salir de su casa en invierno, se ponía una capuchita de un color marrón bastante feo pero muy sufrido.

 

Su abuelita estaba enferma. Como la madre de Rosarito era una mujer como Dios manda, no permitía que la anciana viviera sola en una casa aislada en el bosque. Abuela, madre e hija vivían bajo el mismo techo, alimentándose de una forma sana, sin abusar del dulce. La madre de Rosarito tenía un Winchester con el que solía practicar en el jardín, tirando una moneda al aire y agujereándola de un disparo. Donde la madre de Rosarito ponía el ojo, ponía la bala y por eso las fieras y los malechores evitaban la casita de Rosarito, dando un rodeo si hacía falta.

 

Como la abuela guardaba cama, Rosarito le llevaba, a las horas de las comidas, el equilibrado menú que su mamá había preparado. El trayecto entre la cocina y el cuarto de la abuela transcurría sin incidentes dignos de interés.

 

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

                                                                 

                                                                    Aubonne (Suiza), 2002